PRÓLOGO:
Intento recordar
la historia de un Ferroviario, Guillermo Amador, poca gente había que
disfrutara tanto de su trabajo, por el
tiempo de escasez. Amó los trenes, lo sé.
Guillermo tenía
cuatro hijos, dos varones y dos
niñas, yo era una de esas niñas, disfruté de muchos viajes con mi padre, aún
era pequeña, tan sólo tenía 7 años, pero al ver cuánto disfrutaba, él no
vacilaba en meterme en un tren de mercancías, aún recorriendo un corto
espacio de cuatro estaciones y volviendo
en el primer tren que parara por
la estación que nos apeáramos.
Su afán era de
hacerme feliz, a pesar de mi corta edad me daba cuenta de la mirada de mi padre y el brillo de sus
ojos cuando posaba éstos en mí, y
veía lo importante que era mi padre.
Era saludado por todos sus compañeros y me decía: “Vamos Chelyta, que ese tren va a parar en esta estación para que se monte mi princesa”, yo engordaba
de satisfacción.
Marido maravilloso, enamorado de mi madre hasta los
huesos, un padre lleno de amor por sus hijos, y un ferroviario orgulloso de
serlo.
Mi padre me enseñó a amar el ferrocarril, y todo
aquello que lo rodeaba. Mi infancia fue
muy feliz junto a él y todo lo que me dio, una espera de sus
viajes, un hoyo de pan con aceite y azúcar sentada en la acera a la puerta de mi casa, con la panorámica de
un campo alfombrado de amapolas, clavellinas y lilas, al otro lado, todo
sembrado de trigo. Todo ello un regalo que jamás olvidaría, ni aun siendo adulta.
Aquellas llegadas de mi padre, con el canasto colgado
de su hombro derecho, desviado sobre su espalda, lo veía venir cruzando las
diez vías que separaba la estación de ferrocarril del grupo de
casas donde vivíamos varios ferroviarios y sus familias. Una barriada
tranquila, allí más que vecinos éramos familia, en cada casa había necesidades
de la época, pero nos apañábamos bastante bien, y lo que uno necesitaba el otro
se lo ofrecía. A mi padre le otorgaron una casa de dos habitaciones. Antes de
ocuparla unas de mis hermanas murió con 12 años. Mis dos hermanos dormían en
una cama de matrimonio y yo en una cama, en la habitación junto a mis padres. Al final de la barriada había una fuente con agua
potable porque la que daba los grifos de casa era para la limpieza de ésta. Mi madre me mandaba a la fuente con un cántaro y un botijo para que
pudiéramos tener agua para medio día. Por
la tarde daba un segundo viaje para
llenar de nuevo, y tener agua hasta el
día siguiente.
Se alargaban
los días, las semanas, los meses. A primeros de mes llegaba el economato, allí
junto a mi madre, comprábamos los
víveres para todo el mes. Me da risa
cuando pienso lo que me pasó una vez que
recién compramos. Mi madre siempre me
regalaba cuatro tabletas de chocolate por ayudarle en los quehaceres. A mi casa llegaba un niño que esperaba siempre a
primero de mes para comerse mi chocolate, y eso había que arreglarlo. Una
mañana me levanté con malas ideas, y no
se rían, porque estoy pensando que pueden preguntarse, ¿y como una niña de siete
años iba a tener malas ideas?, pues sí, porque ya me sentía cansada de ser la niña buena que compartía todo. Pero el chocolate como que no
estaba dispuesta a compartirlo más. En casa había una hornilla de carbón de dos
fuegos, teníamos un hierro con forma de
gancho al final, que nos permitía levantar la tapa para poder avivar el fuego. Ni corta ni perezosa
cogí el pincho, levanté la tapa y metí allí mis cuatro tabletas de chocolate
para que cuando llegase el visitante gorrón no me privara ni de una onza.
Pero como un castigo divino, me quedé sin chocolate.
Mi madre, como cada día, encendió la
hornilla y me di cuenta
que el chocolate se derretía, por
el olor que desprendía la cocina de
carbón. Menuda bronca me echó mi
madre. Pero lo peor no fue su enfado,
sino que me quedé sin chocolate dos meses. Así que tuve que recurrir a mi
madrina. Ella tenía una tienda de ultramarinos
pasada la estación del tren, entonces, cuando mi madre me mandaba para
hacer la compra, yo me llegaba a la tienda de mi madrina, le daba un besazo, le echaba una
sonrisa, que eso siempre se me dio muy bien, y ella partía una onza de
chocolate, me daba cuatro galletas, me sentaba un ratito con ella y dándole un
beso le decía:
-Madrina, guapa, hasta mañana, te quiero mucho.
-¿A quien quieres, al chocolate a o a mi? – Preguntaba.
-A ti guapa, pero tú sabes que también me gustan el chocolate y las chuches.
Le conté a mi madrina mi fechoría de guardar el
chocolate en la hornilla y nunca la vi reírse
de esa manera,
-¿Pero cómo se te ocurrió hacer eso niña?
-Ya estaba cansada madrina, cada
mes llegaba para comerse mi
chocolate y chupar la lata de leche condesada, ¡ya me cansé!
-Cariño, mientras tu madre te tenga castigada sin
chocolate, vente por aquí cuando puedas, meriendas, y después te vas para casa.
¡Estaba salvada, ya tenía mi chocolate asegurado!
Ahora pienso que fui una niña muy afortunada. Mi
madrina tan sólo me hizo un regalo de
reyes, pero son los únicos reyes que recuerdo. Mi madre me decía que teníamos
que poner un vaso de leche y pan en el alféizar de la ventana para alimentar a
los Reyes Magos y a los camellos. Desperté un día seis de Enero con los pies de
mi cama cubierto de regalitos. Un muñeco, una máquina de coser, caramelos y
unos calcetines blancos con borlas a los
lados.
Ese día era especial, todos los niños y niñas salían a
la calle con sus regalos y se veían tanto a los padres como a los niños muy
felices a pesar de carecer de muchas cosas, pero nunca del cariño de los
nuestros.
Por aquel entones, estaba delgaducha, casi siempre
estaba enferma con angina… Y siendo la más pequeña mi padre se preocupaba mucho
por mí en ese aspecto. Una de las veces que enfermé, en la que estaba demasiado
delicada, llegó a prometerme que si me “ponía buena” me llevaría a un almacén
que había en el pueblo y escogería yo la muñeca que más me gustase, hice una
exclamación de asombro “¡¡Uffffffff!! ¿Papi la más grande?”, con ternura
respondió: “Sí, una tan grande y casi tan bonita como tú”.
Y claro que me recuperé. Y él cumplió su promesa. Entré
a ese almacén de la mano de mi padre, ¡¡era enorme!! Tenía cajas por todos lados, de muchos tamaños, todas
ellas, llenas de muñecas, posadas sobre unas altas estanterías grises. Mi padre
saludó al señor que atendía a la clientela,
le dijo: “Por favor, ¿nos enseña
la muñeca más bonita y más grande que
tenga?”. Yo miré a mi padre con ojos
de asombro, a la vez pensaba, “qué padre
tengo tan bueno, me da paseos en “su“ tren y además me regala la muñeca más
linda y más grande que hay en el almacén”. Lo bueno es que cuando el
dependiente sacó la caja y la abrió pude ver cómo mi padre se emocionó al verme
la cara de asombro y sorpresa que puse cuando sacó la muñeca y la puso junto a mí. Él se rió, porque la muñeca
era más grande que yo. Tenía puesto un vestido verde, con una puntilla en las
mangas, que eran de globo, y en la parte baja de la falda. La muñeca era rubia,
de cartón duro y cuando se le daba la mano, echaba el pie para dar el paso, mi
padre dijo: “Esa. Nos la llevamos,
envuélvala por favor”.
Le dije a mi padre que no hacía falta que la
envolviera, que nos la llevábamos andando, pero mi padre me convenció diciéndome
que era una sorpresa para mi madre, “¡Ya veras cuando la vea mamá!”. Y sí,
llevaba razón. Cuando llegamos a casa y mi madre vio la muñeca, le regañó,
diciendo que esa muñeca sería muy cara, pero eso no impidió que él me la
comprara, su excusa fue “mi promesa”, y mirándome, me comentó: “Y las
promesas se cumplen, ¿verdad Chelyta?”. Yo sólo asentí con la cabeza,
afirmándolo, echándole a mi padre una sonrisa. Siempre me complacía.
Y pasado el
tiempo, ahora lo entiendo, teníamos muchas cosas afines. Una de ellas, por
ejemplo, el amor por los animales, aunque de pequeña no me daba cuenta de esos
detalles.
Mi padre era un ser adorable. Ahora entiendo porqué
nunca mi madre lo sustituyó por otro hombre. Teníamos un trozo de terreno tras la casa, mi padre
cercó y techó parte de él, haciendo un gran patio. Hizo unas conejeras y trajo
un par de conejos y cobayas, fueron
criando y para mí eran como mis bebes. Por la mañana me iba al campo con
un saco y un cuchillo viejo y llenaba el saco de hierba fresca para mis mascotas.
Cuando mi padre
venía de sus viajes, tren para arriba y tren para abajo, me despertaba con unos
de los animalitos en mi cama y jugábamos hasta que llegaba mi madre, que parecía
que era la cabeza pensante de la casa y la que ponía orden donde creía que
debía hacerlo. Mi padre era más corazón, por lo menos para mí. Mi madre siempre
me ha dicho que yo era el ojito derecho de mi padre, pobre papá, menos mal que
era su ojito derecho, pues el izquierdo
lo perdió en su trabajo; le entró un trocito de carbonilla que se
desprendió de la máquina del tren. Así que, mi pobre padre fue enfermando poco
a poco. Le extrajeron el ojo y le trasladaron a una oficina en un depósito donde
arreglaban las maquinas. Un día me dijo:
“Ven, te voy a enseñar algo que ya mismo nos traeremos a casa, pero no
digas nada a mamá, es un secreto”.
Debajo de una caseta de madera donde guardaban las
herramientas los guardagujas, parió una perra seis cachorros, eran preciosos. Mi
padre les llevaba comida, y la perrita le dejaba tocar a sus cachorros. Me los
enseñó todos, y vi uno negro que… ¡me encantó! por mí me los hubiese llevados
todos, pero parecía que mi padre leía mis pensamientos y con una mirada me hizo
saber que no podía ser. Tenía que elegir sólo uno.
Había que esperar que abrieran los ojos y que
su mamá los destetara. Tuve que esperar un largo mes y medio para tenerlo
conmigo, aunque los veía cada día cuando acompañaba a mi padre a darle de comer.
Pasado el tiempo, fui un día a verlos yo sola y pasé
tan mal rato, que llegué a mi casa llorando como una magdalena. Pero no podía
decir a mi madre el porqué de mi llanto. Los perritos habían desaparecido y su mamá con ellos,
estuve llorando hasta que llegó mi padre, abrió su chaquetón de cuero marrón, y
dejó salir una cabecita negra con unos ojitos súper vivos, y posando su dedo
sobre sus labios, me indicó que guardara
silencio, ahora le tocaba convencer a mi madre de que se quedara el perrito en
casa, pero eso ya estaba hecho, mi madre hacía todo aquello que a mi padre le hacía feliz y más desde que
estaba enfermo.
Mi padre ya no podía tener el trabajo de antes, pero
siempre buscaba el momento adecuado
para montarme en un tren y decirle a mi
madre: “Mañana me voy con la niña a Córdoba, después de la revisión médica la voy a llevar
a la Mezquita”.
A mi madre
nunca le gustó la arquitectura, ni los museos. Mi padre era todo lo contrario,
le encantaban. Escribía poesías y siempre le veía con un libro en las manos.
Recuerdo cuando
me llevó al museo de Julio Romero de Torres. Un lugar bien angosto con cortinas
de terciopelo rojo y adornos dorados. En unas de las habitaciones del museo,
había un camastro, mi padre me señaló éste, diciéndome que ahí se tendían las
modelos gitanas para que le pintaran, y
dándose la vuelta me enseñó un cuadro y me dijo: “Mira, ¿ves este cuadro? Lo pintó Julio Romero de Torres y si te das cuenta es
esa misma habitación”.
Seguidamente salimos, parece que la salida me alegró,
sobre todo cuando pisé la plaza del Potro, esta quedaba a pie del museo.
Pasados unos minutos, recorriendo algunas calles, mi padre volvió a meterme de
nuevo en la oscuridad, entrando en la Mezquita, y me iba comentando cada rincón
de ella. Me gustaba sus explicaciones, parecía entender de todo, la verdad que
yo no entendía mucho, porque estaba más pendiente de la poca luminosidad que de
la belleza de dicha catedral, pero claro, trataba de simular ante mi padre.
Salimos de la Mezquita, me paseó por las calles de los
alrededores, que eran estrechas, empedradas de adoquines, donde paseaban
algunos turistas subidos en coche de caballos y
otros a pie. Una vez terminada la visita a Córdoba mi padre me preguntó
si tenía hambre, pues la verdad es que sí, ya me picaba el estómago, pero no
quería poner a mi padre en un compromiso, veía que no teníamos mucho dinero, pero
para un café con leche y un bollito tostado con mantequilla o aceite sí nos lo podíamos
permitir. ¡Qué bien me supo!, una vez, habiendo merendado, nos dirigimos a la
estación de Renfe para tomar el tren de vuelta
a casa.
Supongo que la mayoría de ustedes habéis montado en tren, ¿recordáis la sensación de cuando se va sentado, o en el pasillo de pie junto a la
ventanilla?, es como si el tren no se moviera, de no ser por el vaivén o
traqueteo que se siente. En esos cortos trayectos, me quedaba eclipsada con los
cables de la luz de las vigas a pie de las vías, que parecía que subían y
bajaban cambiando el paisaje, y mirando los raíles, pareciera como que cambian
de vía automáticamente. Yo sabía que no, porque mi padre me comentaba a veces
cómo iba todo eso del cambio de vías. Había una persona, el guardagujas, que se
ocupaba de cambiar el trayecto del tren manualmente con un artilugio, puesta en
el suelo con tornillos para que cuando hicieran el cambio de vía con la manivela
no se moviera. Creo que se llamaba agujas, porque el señor Ferroviario
que estaba al cargo era el guardagujas, por lógica…
Después de parar en unas cuantas
estaciones, llegamos a nuestro pueblo. Bajándonos, mi padre me dio un beso y me dijo: “Vete a casa voy a jugar una partidita de
dominó”.
Y me fui para indicarle a mi madre que ya habíamos
llegado, y estábamos bien. Me preguntó por dónde me había llevado mi padre, y
mientras le contaba mi experiencia turística, ella se reía diiendo: “¡Lo que tú entenderás de eso para que tu
padre te lleve a esos sitios!”, pero yo ¡estaba feliz!
Ya era tarde y no sabía si mi madre le había alimentado a mis
mascotas. Me fui para el patio, porque mi perro al escucharme, me llamaba con
ladridos. Mi madre le tenía prohibido entrar a
casa si no estaba yo, para cuidar que no hiciera sus necesidades.
Le eche hierba a los conejos,
pan a las cobayas, y a mi perros las
sobras del día. Como sobras había pocas, así que tocaba esconder algo de
comida y dársela al pobre perrito. También cuando llegaba mi
padre se volvía loco haciéndole fiestas, saltándole a la vez que movía el rabo. Mi padre lo dejaba
dormir dentro de casa. Sin que mi madre se diera cuenta, debajo de mi cama
ponía un cojín, este negrito ¡era más listo!... esperaba que mi madre se durmiera para echarse en él, y
dormir junto a mí. Por la mañana temprano, bajaba al pasillo que estaba junto a la puerta del
patio, mi madre le tenía una estera allí para que durmiera, pero a él le
gustaba más mi cojín, se dormía más calentito arriba.
Es difícil recordar el día a
día de una infancia, que transcurrió hace ya tanto tiempo y quedó en mi memoria
gracias al inmenso amor que mi padre me
dispensaba.
Un día me di cuenta que mi
madre engordaba. Claro que en aquellos entonces, era la cigüeña la que dejaba
caer a los bebés. Mi madre me iba a traer ¡otra hermanita! pero esta sería más
pequeña que yo, la mayor no estaba con nosotros ya, se fue al cielo.
Aquel tiempo lo recuerdo muy
difuminado, hasta que mi padre me llevó a conocer a mi hermanita pequeña. Entré
a un edificio color blanco y gris, tenía unos corredores grandes. Entramos a una
habitación donde había siete u ocho camas, con mujeres y sus bebés. La cantidad
de llorar que me dí, porque quería traerme a casa a mi hermana escondida…, la
monjas me la querían quitar (se la llevaba para cambiarla), pero yo no hacia más que llorar.
Mi madre ya tenía trabajo con
mi hermanita. Era morena, con mucho pelo, ¡una muñeca preciosa!, pero yo tenía
prohibido jugar con ella.
Seguí haciendo esos viajes con
mi padre. Meses después de su operación, y relevado de su trabajo en los trenes, tuvo que ir a Madrid para unas de sus
revisiones. ¿Adivináis quien le acompañó? Pues claro, yo. Esta vez, al
contrario de los otros viajes, no recuerdo bien cómo era el tren, pero sí recuerdo el momento de la bajada de éste. Era una estación
grande, yo estaba acostumbrada a ver la de mi pueblo y otras de los
alrededores, pero la de Madrid era ¡enorme!, con un techo de hierro y cristal. Pensé ¡ufff, qué grande es Madrid!
Hicimos una visita a su
médico, al salir de allí, me tomó la mano y nos fuimos a pasear. Me llevó por
una calle abarrotada de escaparates. Recuerdo, en especial, un traje de torero,
morado y bordado en oro.
Mi padre insistía en enseñarme
“el metro”, y cuando pisamos la escalera
de éste, el estómago me dio un vuelco, “¡Papa,
ahí dentro no, no, no!”.
Él tiraba de mi mano
asegurándome que no me pasaría nada, pero el sentir estar bajo tierra a oscuras,
ya me descomponía de pies a cabeza. Él me decía:
-Si ahí lo que hay son trenes, pero están bajo tierra.
-Pero papa, si están bajo
tierra, no pueden andar- decía muerta de miedo.
Con toda paciencia, me explicó
que andaban igual que cuando entrábamos
en un túnel, en nuestros trenes, pero no era de mi agrado escucharlo. Yo seguía
en mis trece, no quería oscuridad, pobre
papá, reconozco que para soportarme a veces tenía que tener narices, porque si
yo decía no, era no, en eso me parecía a el también.
Fue pasando el tiempo y mi
querido padre fue empeorando. Lo ingresaron, y fue operado varias veces. En
aquel tiempo eso del cáncer no se oía mucho, y a él se le ulceró la herida del
ojo pasando la enfermedad a la cara y el vientre, (metástasis) así que, ahora
me tocaba viajar con mi madre para visitarlo en el hospital en Córdoba. Es
sabido que no pueden entrar los niños, mi madre le aseguraba al celador que yo
tenía doce años, pero que era de pequeña estatura, así que, me quedaba tiempo
que montar en tren, porque se lo creyó.
Íbamos cada día a ver a mi padre. A él no le gustaba que mi
madre me llevara, pero no quedaba otra. Mi hermanita se la quedaba la vecina, y
yo quería ver a mi padre, así, que dos más dos eran cuatro, o por lo menos eso
me enseñaron en el colegio, aunque no
iba mucho, y aprendí a leer mal y escribir peor. No estando mi padre, nadie se
ocupaba de enseñarme. Antes se solía decir que para trabajar no hacia falta más
que querer hacerlo, y tampoco exigían mucho, sólo que trabajaran, porque
estudiar sólo lo hacían los “señoritos”.
Mi padre me prometió que yo iría a la universidad porque mi sueño era ser
abogada, pero no se dio, mi papa murió, y entre lágrimas, dejó esa soledad tan
inmensa en mi casa y en mi ser.
Pasado un par de meses, llegó
un señor a casa preguntando por mi madre. Entre palabras escuché que a los hijos menores de mi padre les daban la
oportunidad de ir a estudiar a un colegio privado de la Renfe… Escuché “¿colegio, interna?”, afiné más aún mi oído
y mi madre respondió: “Pero como voy a separarme de mis niñas, son tan
pequeñas…”.
Pero este señor que ni idea
tenía de quién era, trataba de convencerla de que era una oportunidad para
nosotras.
Pasó el verano, a finales de
agosto, mi madre arregló una maleta pequeña con camisetas, braguitas, champú,
cepillo de dientes y crema para la limpieza de éstos, y, aparcando la maleta en
un rincón del dormitorio dijo: “Listo ya
tienes todo preparado para llevarte”.
Por un lado, no sé si era
emoción de una experiencia nueva, de un lugar distinto o bien que como sabía que mi padre no estaba ya, todo me daba igual
Llegó el día del viaje. Elegí
el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios de Alicante, por tener el mar cerca, tan sólo verlo de lejos me daría energía, mi
padre me dijo que era maravilloso, y yo estaba por descubrirlo.
Tomamos el tren en Puente
Genil, e hicimos trasbordo en Córdoba, cambiamos de tren, siendo éste peor
por el recorrido y tiempo. Sus asientos eran de madera, el viaje fue
duro.
Mi madre me puso como almohada su bolso, y
dormí hasta llegar a la estación del próximo trasbordo, “La Encina”. Eran las 6
de la mañana, ahora sí me entró el cosquilleo en el estómago. No sabía donde
iba, cómo me iban a tratar, y el solo hecho de saber que no estaría mi padre ni mi madre, me daba
miedo…Pensando todo esto, llegó el tren. Mi madre tomó mi mano, y me subió
delante de ella. Pobre mamá, no quería demostrar su tristeza, pero a veces, la
miraba y veía cómo se le humedecían los ojos.
Llegando a Alicante y saliendo
de la estación, fuimos al bar que había en frente. Tomamos unos bocadillos y un
café con leche. Terminamos, y preguntamos el camino. Nos indicaron que podíamos
llegar andando, así que nos pusimos en camino, atravesamos unas calles, y
llegamos al pie de una montaña llamada “El
Castillo San Fernando”, transformado en un parque mal cuidado y camino hechos paso
a paso. Una vez terminado el parque, se dejaba ver un edificio grande. A lo
largo, con arcos como ventanas y jardines. Subiendo unas escaleras de piedra, había
una gran puerta de hierro que daba paso a un vestíbulo, con la imagen de la
Virgen María Auxiliadora. Nos recibieron unas monjas, mientras ellas hablaban con
mi madre, la Directora indicó a otra hermana que me acompañara a ducharme y
cambiarme. Miré a mi madre y me dijo que fuera con la monja. Así lo hice, me
despojaron de mi ropa, me entregaron un
babi de cuadritos marrones y blancos, y unas sandalias marrones. Cuando terminé
de vestirme, me dijeron que bajara para despedirme de mi madre. Cuando llegué, la
busqué con la mirada por todos los rincones. Ya no estaba, aprovechó el momento
de mi ida al dormitorio para irse,
seguro pensó que sería más dura la despedida. Sé que estaría llorando todo el trayecto de vuelta.
Sólo nos permitían escribir
una vez a la semana, por el contrario, podímos recibir correo a diario.
Al día siguiente de la
llegada, nos reunieron a las niñas nuevas y
las que se quedaban allí e vacaciones, y nos llevaron a la playa. Bueno,
más que playa, era una cala, con rocas y
sin un grano de arena, sería la primera vez que veía el mar, pero no me llamó
la atención. Es como si hubiese vivido junto a él toda mi vida. Desde entonces,
fui amándolo, admirando su grandeza, imaginando la vida que guarda en él. Fue
el único día que pisamos la playa. Sería tal vez, para quitarnos la pena de la marcha de las
madres. He de reconocer, que siempre fui bien tratada. Me indicaron cuál era mi
dormitorio, pues a veces me perdía por tan grande edificio, noventa camas tenía
el dormitorio, aunque ese no fue el mío definitivo. Ahí estaríamos todas las
que se quedaron sin poder ir de vacaciones, y las que fuimos llegando hasta
comenzar el curso. Mientras tanto, hubo que marcar la ropa, me correspondió el
n º 143, todo mis objetos personales tenía marcado este numero, si se perdía,
algo se buscaba por él.
Comenzó el curso. He de
confesar que era de las más atrasadas. Tenía como tutora una monja maravillosa,
Sor Amparo, más que como tutora, se comportaba como una hermana mayor, nos
ayudaba y aconsejaba, avisando de las reprimendas que nos podían echar si
hacíamos esto o lo otro. Recuerdo también, a Sor Emilia, nos enseñaba corte y
confección, y Sor Iborra, nos indicaba cómo bordar, no tenía tanta paciencia,
pero enseñaba como los ángeles.
Los días y los meses iban pasando
hasta llegar el día de las vacaciones. Íbamos nerviosas a por las maletas,
porque faltaban dos días para la vuelta a casa. De nuevo ver a nuestras
familias, mis hermanos, mi madre, mi perro, mis conejos y cobayas. Llegó el
momento del último tachón en el calendario. Ese día nos levantamos nerviosas,
bajamos a la capilla y rezamos el rosario. Seguidamente, fuimos a desayunar. Era
difícil controlarnos, éramos quinientas niñas que estaban deseando coger las
maletas, ver a nuestras madres, y alejarnos en el tren que nos llevaba de
regreso a casa por un corto espacio de tiempo.
El abrazo a mi madre fue
enorme. Creo que nunca la he abrazado así, me dijo:
-¿Estás preparada? ¿Te despediste
de las monjas?
-¡Si mama, vámonos ya…!
Cogimos el equipaje, llegamos
a la estación y nos montamos en el tren. Lo primero que hice fue visualizar el
maletero, ¡esa iba a ser mi cama!, coloqué las maletas, y me dispuse a dormir
hasta la estación del próximo trasbordo.
Los revisores tenían debilidad
por nosotras, y nos consentían como si los trenes fueran de nuestra propiedad,
eso sí, nos comportábamos con educación, eran muchas horas de camino, y tanto
nuestras madres como nosotras llegábamos a casa agotadas.
De nuevo en el pueblo, me reía
para mis adentros, porque claro, el acento se pega, se notaba que las monjas me
refinaron un poquito. Pero ni el refinamiento hizo que me peleara con mi madre.
Nada más pisar la casa, vÍ que mis mascotas habían desaparecido, menos mal
que mi perro estaba allí esperándome. Encontré
la muñeca que mi padre me regaló con las manos rotas, las piernas remendadas, y
la cara toda pintada. Mi hermanita se divirtió a mi costa. Esa muñeca era parte
del cariño que sentía por mi padre, era su recuerdo, era las lágrimas
derramadas por su partida. Me sentí traicionada, mi madre no tenía derecho a
darle mi muñeca a mi hermana, esa muñeca no. Me sentí tan sola en mi casa, como
en el colegio, ya no me sentía en mi hogar. Cuando me enfadé con mi madre, mi
hermano el pequeño, trece años mayor que yo, me encerró en la habitación,
dejándome en la oscuridad absoluta, sabiendo que me aterraba ésta, pero le dio
igual, ahora él era el hombre de la casa. Mal empezamos, si no estaba mi padre
en casa, prefería estar en el colegio, porque ya ni los viajes en tren era lo
mismo de divertidos, eran melancólicos por la falta de su presencia.
Pienso a veces que la muerte
de mi padre marcó mi vida de tristeza. Siempre di imagen de niña extrovertida,
cuando he sido todo lo contrario, no supe integrarme totalmente. Mi compañía
eran dos amigas, un lápiz y una libreta para escribir poesías, o bien lo
transcurrido allí dentro. Desde entonces, no he parado de escribir, nunca lo
hice como profesional, pero el vaciar mi mente de cosas no deseadas, me ha
ahorrado de una gran factura en psicólogos.
La mayor parte de mi vida, la
pasé entre raíles de trenes y vagones, unas veces más modernos que otros. Si
ahora jugaran los niños a lo que nosotros en aquel tiempo, tendrían mas de una
denuncia los padres por descuido. Pero entonces era lo más sano, estábamos
tirados en el campo todo el día, jugábamos en aquellos vagones porque estaban
en stop, nos íbamos a la montaña a coger espárragos, y nunca pasaba nada… ¡Cómo
añoro aquel tiempo!, que a mi parecer, sin tener nada, era mucho mejor que el
presente. El cariño de los nuestros, los espacios compartidos y la vida mas
tranquila.
Después de cinco años en el
colegio, el último, recibí una banda azul y me dieron una beca de quinientas
pesetas. Salí un año antes, porque mi madre vio el sueldo que ganaba trabajando
en verano, era una oportunidad de ingresos para la casa. Mi hermana entró al CHF de Torremolinos ya hacía algún tiempo, por
ello, mi madre se trasladó hasta donde estaba mi hermana. Según mi madre, era
demasiado pequeña para estar sola. Empezó
a trabajar en el ofis de un hotel, y cuando salía, tomaba el autobús y se iba a
ver a mi hermana, entre el muro del colegio sin que ella la viera cuando estaba
en el recreo.
Mi madre
me decía: “No te enfades nena, tú
eres como el agua siempre te abres paso por ti misma, ella es más débil, tengo
que cuidarla”.
Pobre madre, que poco la disfrutó, pues murió
con veintiún años. La alegría de mi madre se fue con mi hermana.
No sé porqué, la vida de las personas se va gastando, mientras van
desapareciendo sus seres queridos. Volví a aquella barrida, desde donde partí
al colegio. Estaba el depósito de las máquinas cerrado, las vías carecían de
vagones en stop, la fuente ya no existía, la mitad de las casas derruidas, el campo ya no daba amapolas ni
trigo, pero lo que no cambió, eran aquellos raíles, donde cada día veíamos cómo
el guardabarrera daba paso a los trenes. Eché una mirada a todo, imaginándome
el ayer, por mucho que tuviera ahora, lo cambiaria todo por aquellos años
maravillosos, junto a aquel ferroviario y “sus trenes”, llamado Guillermo
Amador García…Mi padre… Al que dedico mis recuerdos