lunes, 3 de junio de 2013

COMO RATONES, ROES MI TIEMPO








Como ratón vas royendo nuestro tiempo,
recordamos todo aquello que cuando echamos la mirada a tras, no tenemos.
Añoramos a los que marcharon,
perpetuamos esa fuerza que nos abandono.
Y cuando nos tenemos que ayudar para andar,
evocamos mas que nunca, esa pluma que éramos,
los días como ratones van royendo nuestro tiempo,
se va quedando  nuestras esperatazas,
y nosotros cuando partamos, nos llevaremos tan solo... lo bonito que vivimos.

©Chely

   

jueves, 17 de enero de 2013

MI INFANCIA ENTRE RAILES






 PRÓLOGO:

Intento recordar  la historia de un Ferroviario, Guillermo Amador, poca gente había que disfrutara tanto  de su trabajo, por el tiempo de escasez.  Amó  los trenes, lo sé.
Guillermo tenía  cuatro hijos, dos varones  y dos niñas, yo era una de esas niñas, disfruté de muchos viajes con mi padre, aún era pequeña, tan sólo tenía 7 años, pero al ver cuánto disfrutaba, él no vacilaba en  meterme en un  tren de mercancías, aún recorriendo un corto espacio de cuatro  estaciones  y volviendo  en el primer tren que parara  por la estación que nos apeáramos.
 Su afán era de hacerme feliz, a pesar de mi corta edad me daba cuenta  de la mirada de mi padre y el brillo de sus ojos cuando posaba  éstos en mí,  y  veía  lo importante que era mi padre. Era saludado por todos sus compañeros y me decía: “Vamos Chelyta, que  ese tren va a parar en esta estación  para que se monte mi princesa”, yo engordaba de satisfacción.
Marido maravilloso, enamorado de mi madre hasta los huesos, un padre lleno de amor por sus hijos, y un ferroviario orgulloso de serlo.


Mi padre me enseñó a amar el ferrocarril, y todo aquello  que lo rodeaba. Mi infancia fue muy feliz  junto a él  y todo lo que me dio, una espera de sus viajes, un hoyo de pan con aceite y azúcar sentada en la acera  a la puerta de mi casa, con la panorámica de un campo alfombrado de amapolas, clavellinas y lilas, al otro lado, todo sembrado de trigo. Todo ello un regalo que jamás olvidaría, ni aun siendo adulta.
Aquellas llegadas de mi padre, con el canasto colgado de su hombro derecho, desviado sobre su espalda, lo veía venir  cruzando las  diez vías que separaba la estación de ferrocarril del grupo de casas  donde vivíamos  varios  ferroviarios y sus familias. Una barriada tranquila, allí más que vecinos éramos familia, en cada casa había necesidades de la época, pero nos apañábamos bastante bien, y lo que uno necesitaba el otro se lo ofrecía. A mi padre le otorgaron una casa de dos habitaciones. Antes de ocuparla unas de mis hermanas murió con 12 años. Mis dos hermanos dormían en una cama de matrimonio y yo en una cama, en la habitación  junto a mis padres. Al final  de la barriada había una fuente con agua potable porque la que daba los grifos de casa era  para la limpieza de ésta. Mi madre  me mandaba a la fuente  con un cántaro y un botijo para que pudiéramos tener agua  para medio día. Por la tarde daba un segundo viaje  para llenar de nuevo, y tener  agua hasta el día siguiente.
 Se alargaban los días, las semanas, los meses. A primeros de mes llegaba el economato, allí junto a mi madre,  comprábamos los víveres  para todo el mes. Me da risa cuando pienso  lo que me pasó una vez que recién compramos. Mi madre siempre  me regalaba cuatro tabletas de chocolate  por ayudarle en los quehaceres.  A mi casa   llegaba un niño que esperaba siempre a primero de mes para comerse mi chocolate, y eso había que arreglarlo. Una mañana me levanté  con malas ideas, y no se rían, porque estoy pensando que pueden preguntarse, ¿y como una niña de siete años iba a tener malas ideas?, pues sí, porque ya me sentía cansada de ser  la niña buena que  compartía todo. Pero el chocolate como que no estaba dispuesta a compartirlo más. En casa había una hornilla de carbón de dos fuegos, teníamos un  hierro con forma de gancho al final, que nos permitía levantar la tapa  para poder avivar el fuego. Ni corta ni perezosa cogí el pincho, levanté la tapa y metí allí mis cuatro tabletas de chocolate para que cuando llegase el visitante gorrón no me privara  ni de una onza.
Pero como un castigo divino, me quedé sin chocolate. Mi madre, como cada día,  encendió la hornilla  y  me di cuenta  que el chocolate se derretía,  por el olor  que desprendía  la cocina de  carbón. Menuda bronca  me echó mi madre. Pero lo peor no fue  su enfado, sino que me quedé sin chocolate dos meses. Así que tuve que recurrir a mi madrina. Ella tenía una tienda de ultramarinos  pasada la estación del tren, entonces, cuando mi madre me mandaba para hacer la compra, yo me llegaba a la tienda de mi  madrina, le daba un besazo, le echaba una sonrisa, que eso siempre se me dio muy bien, y ella partía una onza de chocolate, me daba cuatro galletas, me sentaba un ratito con ella y dándole un beso le decía:
-Madrina, guapa, hasta mañana, te quiero mucho.
-¿A quien quieres, al chocolate a o  a mi? – Preguntaba.
-A ti guapa, pero tú sabes que  también me gustan el chocolate y las chuches.
Le conté a mi madrina mi fechoría de guardar el chocolate en  la hornilla y nunca la vi reírse de esa manera,
-¿Pero cómo se te ocurrió hacer eso niña?
-Ya estaba cansada madrina,  cada  mes llegaba para  comerse mi chocolate y chupar la lata de leche condesada, ¡ya me cansé!
-Cariño, mientras tu madre te tenga castigada sin chocolate, vente por aquí cuando puedas, meriendas,  y después te vas para casa.
¡Estaba salvada, ya tenía mi chocolate asegurado!
Ahora pienso que fui una niña muy afortunada. Mi madrina  tan sólo me hizo un regalo de reyes, pero son los únicos reyes que recuerdo. Mi madre me decía que teníamos que poner un vaso de leche y pan en el alféizar de la ventana para alimentar a los Reyes Magos y a los camellos. Desperté un día seis de Enero con los pies de mi cama cubierto de regalitos. Un muñeco, una máquina de coser, caramelos y unos calcetines blancos con borlas  a los lados.
Ese día era especial, todos los niños y niñas salían a la calle con sus regalos y se veían tanto a los padres como a los niños muy felices a pesar de carecer de muchas cosas, pero nunca del cariño de los nuestros.
Por aquel entones, estaba delgaducha, casi siempre estaba enferma con angina… Y siendo la más pequeña mi padre se preocupaba mucho por mí en ese aspecto. Una de las veces que enfermé, en la que estaba demasiado delicada, llegó a prometerme que si me “ponía buena” me llevaría a un almacén que había en el pueblo y escogería yo la muñeca que más me gustase, hice una exclamación de asombro “¡¡Uffffffff!! ¿Papi la más grande?”, con ternura respondió: “Sí, una tan grande y casi tan bonita como tú”.
Y claro que me recuperé. Y él cumplió su promesa. Entré a ese almacén de la mano de mi padre, ¡¡era enorme!! Tenía cajas  por todos lados, de muchos tamaños, todas ellas, llenas de muñecas, posadas sobre unas altas estanterías grises. Mi padre saludó al señor que atendía a la clientela,  le dijo: “Por favor, ¿nos enseña la muñeca más bonita y más grande  que tenga?”. Yo miré a mi padre  con ojos de asombro, a la vez pensaba, “qué padre tengo tan bueno, me da paseos en “su“ tren y además me regala la muñeca más linda y más grande que hay en el almacén”. Lo bueno es que cuando el dependiente sacó la caja y la abrió pude ver cómo mi padre se emocionó al verme la cara de asombro y sorpresa que puse cuando sacó la muñeca  y la puso junto a mí. Él se rió, porque la muñeca era más grande que yo. Tenía puesto un vestido verde, con una puntilla en las mangas, que eran de globo, y en la parte baja de la falda. La muñeca era rubia, de cartón duro y cuando se le daba la mano, echaba el pie para dar el paso, mi padre dijo: “Esa. Nos la llevamos, envuélvala por favor”.
Le dije a mi padre que no hacía falta que la envolviera, que nos la llevábamos andando, pero mi padre me convenció diciéndome que era una sorpresa para mi madre, “¡Ya veras cuando la vea mamá!”. Y sí, llevaba razón. Cuando llegamos a casa y mi madre vio la muñeca, le regañó, diciendo que esa muñeca sería muy cara, pero eso no impidió que él me la comprara, su excusa fue  “mi  promesa”, y mirándome, me comentó: “Y las promesas se cumplen, ¿verdad Chelyta?”. Yo sólo asentí con la cabeza, afirmándolo, echándole a mi padre una sonrisa. Siempre me complacía.
 Y pasado el tiempo, ahora lo entiendo, teníamos muchas cosas afines. Una de ellas, por ejemplo, el amor por los animales, aunque de pequeña no me daba cuenta de esos detalles.
Mi padre era un ser adorable. Ahora entiendo porqué nunca mi madre lo sustituyó por otro hombre. Teníamos  un trozo de terreno tras la casa, mi padre cercó y techó parte de él, haciendo un gran patio. Hizo unas conejeras y trajo un par de conejos y cobayas, fueron  criando y para mí eran como mis bebes. Por la mañana me iba al campo con un saco y un cuchillo viejo y llenaba el saco de hierba fresca para mis mascotas.
 Cuando mi padre venía de sus viajes, tren para arriba y tren para abajo, me despertaba con unos de los animalitos en mi cama y jugábamos hasta que llegaba mi madre, que parecía que era la cabeza pensante de la casa y la que ponía orden donde creía que debía hacerlo. Mi padre era más corazón, por lo menos para mí. Mi madre siempre me ha dicho que yo era el ojito derecho de mi padre, pobre papá, menos mal que era su ojito derecho, pues el izquierdo  lo perdió en su trabajo; le entró un trocito de carbonilla que se desprendió de la máquina del tren. Así que, mi pobre padre fue enfermando poco a poco. Le extrajeron el ojo y le trasladaron a una oficina en un depósito donde arreglaban las maquinas. Un día  me dijo: “Ven, te voy a enseñar algo  que ya mismo nos traeremos a casa, pero no digas nada a mamá, es un secreto”.
Debajo de una caseta de madera donde guardaban las herramientas los guardagujas, parió una perra seis cachorros, eran preciosos. Mi padre les llevaba comida, y la perrita le dejaba tocar a sus cachorros. Me los enseñó todos, y vi uno negro que… ¡me encantó! por mí me los hubiese llevados todos, pero parecía que mi padre leía mis pensamientos y con una mirada me hizo saber que no podía ser. Tenía que elegir sólo uno.
  Había que esperar que abrieran los ojos y que su mamá los destetara. Tuve que esperar un largo mes y medio para tenerlo conmigo, aunque los veía cada día cuando acompañaba a mi padre  a darle de comer.
Pasado el tiempo, fui un día a verlos yo sola y pasé tan mal rato, que llegué a mi casa llorando como una magdalena. Pero no podía decir a mi madre el porqué de mi llanto. Los perritos  habían desaparecido y su mamá con ellos, estuve llorando hasta que llegó mi padre, abrió su chaquetón de cuero marrón, y dejó salir una cabecita negra con unos ojitos súper vivos, y posando su dedo sobre sus labios, me indicó  que guardara silencio, ahora le tocaba convencer a mi madre de que se quedara el perrito en casa, pero eso ya estaba hecho, mi madre hacía todo aquello que  a mi padre le hacía feliz y más desde que estaba enfermo.
Mi padre ya no podía tener el trabajo de antes, pero siempre buscaba el momento  adecuado para  montarme en un tren y decirle a mi madre: “Mañana me voy con la niña a Córdoba,  después de la revisión médica la voy a llevar a la Mezquita”.
 A mi madre nunca le gustó la arquitectura, ni los museos. Mi padre era todo lo contrario, le encantaban. Escribía poesías y siempre le veía con un libro en las manos.
 Recuerdo cuando me llevó al museo de Julio Romero de Torres. Un lugar bien angosto con cortinas de terciopelo rojo y adornos dorados. En unas de las habitaciones del museo, había un camastro, mi padre me señaló éste, diciéndome que ahí se tendían las modelos gitanas para que  le pintaran, y dándose la vuelta me enseñó un cuadro y me dijo: “Mira, ¿ves este cuadro? Lo pintó  Julio Romero de Torres y si te das cuenta es esa  misma habitación”.
Seguidamente salimos, parece que la salida me alegró, sobre todo cuando pisé la plaza del Potro, esta quedaba a pie del museo. Pasados unos minutos, recorriendo algunas calles, mi padre volvió a meterme de nuevo en la oscuridad, entrando en la Mezquita, y me iba comentando cada rincón de ella. Me gustaba sus explicaciones, parecía entender de todo, la verdad que yo no entendía mucho, porque estaba más pendiente de la poca luminosidad que de la belleza de dicha catedral, pero claro, trataba de simular ante mi padre.
Salimos de la Mezquita, me paseó por las calles de los alrededores, que eran estrechas, empedradas de adoquines, donde paseaban algunos turistas subidos en coche de caballos y  otros a pie. Una vez terminada la visita a Córdoba mi padre me preguntó si tenía hambre, pues la verdad es que sí, ya me picaba el estómago, pero no quería poner a mi padre en un compromiso, veía que no teníamos mucho dinero, pero para un café con leche y un bollito tostado con mantequilla o aceite sí nos lo podíamos permitir. ¡Qué bien me supo!, una vez, habiendo merendado, nos dirigimos a la estación de Renfe para tomar el tren  de vuelta a casa.
Supongo que la mayoría de ustedes  habéis montado en tren, ¿recordáis  la sensación de cuando se  va sentado, o en el pasillo de pie junto a la ventanilla?, es como si el tren no se moviera, de no ser por el vaivén o traqueteo que se siente. En esos cortos trayectos, me quedaba eclipsada con los cables de la luz de  las vigas  a pie de las vías, que parecía que subían y bajaban cambiando el paisaje, y mirando los raíles, pareciera como que cambian de vía automáticamente. Yo sabía que no, porque mi padre me comentaba a veces cómo iba todo eso del cambio de vías. Había una persona, el guardagujas, que se ocupaba de cambiar el trayecto del tren manualmente con un artilugio, puesta en el suelo con tornillos para que cuando hicieran el cambio de vía con  la manivela  no se moviera. Creo que se llamaba agujas, porque el señor Ferroviario que estaba al cargo era el guardagujas, por lógica…
Después de parar en unas cuantas estaciones, llegamos a nuestro pueblo. Bajándonos, mi padre  me dio un beso y me dijo: “Vete a casa voy a jugar una partidita de dominó”.
 Y me fui para indicarle a mi madre que ya habíamos llegado, y estábamos bien. Me preguntó por dónde me había llevado mi padre, y mientras le contaba mi experiencia turística, ella se reía diiendo: “¡Lo que tú entenderás de eso para que tu padre te lleve a esos sitios!”, pero yo ¡estaba feliz!
Ya era tarde  y no sabía si mi madre le había alimentado a mis mascotas. Me fui para el patio, porque mi perro al escucharme, me llamaba con ladridos. Mi madre le tenía prohibido entrar a  casa si no estaba yo, para cuidar que no hiciera sus necesidades.
Le eche hierba a los conejos, pan a las cobayas, y a mi perros  las sobras del día. Como sobras había pocas, así que tocaba esconder algo de comida  y dársela  al pobre perrito. También cuando llegaba mi padre se volvía loco haciéndole fiestas, saltándole  a la vez que movía el rabo. Mi padre lo dejaba dormir dentro de casa. Sin que mi madre se diera cuenta, debajo de mi cama ponía un cojín, este negrito ¡era más listo!... esperaba  que mi madre se durmiera para echarse en él, y dormir  junto a mí.  Por la mañana temprano, bajaba  al pasillo que estaba junto a la puerta del patio, mi madre le tenía una estera allí para que durmiera, pero a él le gustaba más mi cojín, se dormía más calentito arriba.
Es difícil recordar el día a día de una infancia, que transcurrió hace ya tanto tiempo y quedó en mi memoria gracias al inmenso amor que mi padre  me dispensaba.
Un día me di cuenta que mi madre engordaba. Claro que en aquellos entonces, era la cigüeña la que dejaba caer a los bebés. Mi madre me iba a traer ¡otra hermanita! pero esta sería más pequeña que yo, la mayor no estaba con nosotros ya, se fue al cielo.
Aquel tiempo lo recuerdo muy difuminado, hasta que mi padre me llevó a conocer a mi hermanita pequeña. Entré a un edificio color blanco y gris, tenía unos corredores grandes. Entramos a una habitación donde había siete u ocho camas, con mujeres y sus bebés. La cantidad de llorar que me dí, porque quería traerme a casa a mi hermana escondida…, la monjas me la querían quitar (se la llevaba para cambiarla),  pero yo no hacia más que llorar.
Mi madre ya tenía trabajo con mi hermanita. Era morena, con mucho pelo, ¡una muñeca preciosa!, pero yo tenía prohibido jugar con ella.
Seguí haciendo esos viajes con mi padre. Meses después de su operación, y relevado de su trabajo en los  trenes, tuvo que ir a Madrid para unas de sus revisiones. ¿Adivináis quien le acompañó? Pues claro, yo. Esta vez, al contrario de los otros viajes, no recuerdo bien cómo era el tren, pero sí recuerdo  el momento de la bajada de éste. Era una estación grande, yo estaba acostumbrada a ver la de mi pueblo y otras de los alrededores, pero la de Madrid era ¡enorme!, con un techo de  hierro y cristal. Pensé ¡ufff, qué grande es Madrid!
Hicimos una visita a su médico, al salir de allí, me tomó la mano y nos fuimos a pasear. Me llevó por una calle abarrotada de escaparates. Recuerdo, en especial, un traje de torero, morado y bordado en oro.
Mi padre insistía en enseñarme “el metro”, y cuando pisamos  la escalera de éste, el estómago me dio un vuelco, “¡Papa, ahí dentro no, no, no!”.
Él tiraba de mi mano asegurándome que no me pasaría nada, pero el sentir estar bajo tierra a oscuras, ya me descomponía de pies a cabeza. Él me decía:
-Si ahí lo que hay son trenes, pero están bajo tierra.
-Pero papa, si están bajo tierra, no pueden andar- decía muerta de miedo.
Con toda paciencia, me explicó que andaban igual que  cuando entrábamos en un túnel, en nuestros trenes, pero no era de mi agrado escucharlo. Yo seguía en mis trece, no quería  oscuridad, pobre papá, reconozco que para soportarme a veces tenía que tener narices, porque si yo decía no, era no, en eso me parecía a el también.
Fue pasando el tiempo y mi querido padre fue empeorando. Lo ingresaron, y fue operado varias veces. En aquel tiempo eso del cáncer no se oía mucho, y a él se le ulceró la herida del ojo pasando la enfermedad a la cara y el vientre, (metástasis) así que, ahora me tocaba viajar con mi madre para visitarlo en el hospital en Córdoba. Es sabido que no pueden entrar los niños, mi madre le aseguraba al celador que yo tenía doce años, pero que era de pequeña estatura, así que, me quedaba tiempo que montar en tren, porque se lo creyó.
Íbamos cada día  a ver a mi padre. A él no le gustaba que mi madre me llevara, pero no quedaba otra. Mi hermanita se la quedaba la vecina, y yo quería ver a mi padre, así, que dos más dos eran cuatro, o por lo menos eso me enseñaron en el colegio,  aunque no iba mucho, y aprendí a leer mal y escribir peor. No estando mi padre, nadie se ocupaba de enseñarme. Antes se solía decir que para trabajar no hacia falta más que querer hacerlo, y tampoco exigían mucho, sólo que trabajaran, porque estudiar  sólo lo hacían los “señoritos”. Mi padre me prometió que yo iría a la universidad porque mi sueño era ser abogada, pero no se dio, mi papa murió, y entre lágrimas, dejó esa soledad tan inmensa en mi casa y en mi ser.
Pasado un par de meses, llegó un señor a casa preguntando por mi madre. Entre palabras escuché que  a los hijos menores de mi padre les daban la oportunidad de ir a estudiar a un colegio privado de la Renfe… Escuché “¿colegio, interna?”, afiné más aún mi oído y mi madre  respondió: “Pero como  voy a separarme de mis niñas, son tan pequeñas…”.
Pero este señor que ni idea tenía de quién era, trataba de convencerla de que era una oportunidad para nosotras.
Pasó el verano, a finales de agosto, mi madre arregló una maleta pequeña con camisetas, braguitas, champú, cepillo de dientes y crema para la limpieza de éstos, y, aparcando la maleta en un rincón del dormitorio dijo: “Listo ya tienes todo preparado para  llevarte”.
Por un lado, no sé si era emoción de una experiencia nueva, de un lugar distinto o  bien que como sabía que  mi padre no estaba ya,  todo me daba igual
Llegó el día del viaje. Elegí el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios de Alicante, por tener el mar cerca,  tan sólo verlo de lejos me daría energía, mi padre me dijo que era maravilloso, y yo estaba por descubrirlo.
Tomamos el tren en Puente Genil, e hicimos trasbordo en Córdoba, cambiamos de tren,  siendo éste  peor  por el recorrido y tiempo. Sus asientos eran de madera, el viaje fue duro.
 Mi madre me puso como almohada su bolso, y dormí hasta llegar a la estación del próximo trasbordo, “La Encina”. Eran las 6 de la mañana, ahora sí me entró el cosquilleo en el estómago. No sabía donde iba, cómo me iban a tratar, y el solo hecho de saber  que no estaría mi padre ni mi madre, me daba miedo…Pensando todo esto, llegó el tren. Mi madre tomó mi mano, y me subió delante de ella. Pobre mamá, no quería demostrar su tristeza, pero a veces, la miraba y veía cómo se le humedecían los ojos.
Llegando a Alicante y saliendo de la estación, fuimos al bar que había en frente. Tomamos unos bocadillos y un café con leche. Terminamos, y preguntamos el camino. Nos indicaron que podíamos llegar andando, así que nos pusimos en camino, atravesamos unas calles, y llegamos al pie de una montaña  llamada “El Castillo San Fernando”, transformado en un parque mal cuidado y camino hechos paso a paso. Una vez terminado el parque, se dejaba ver un edificio grande. A lo largo, con arcos como ventanas y jardines. Subiendo unas escaleras de piedra, había una gran puerta de hierro que daba paso a un vestíbulo, con la imagen de la Virgen María Auxiliadora. Nos recibieron unas monjas, mientras ellas hablaban con mi madre, la Directora indicó a otra hermana que me acompañara a ducharme y cambiarme. Miré a mi madre y me dijo que fuera con la monja. Así lo hice, me despojaron de mi ropa,  me entregaron un babi de cuadritos marrones y blancos, y unas sandalias marrones. Cuando terminé de vestirme, me dijeron que bajara para despedirme de mi madre. Cuando llegué, la busqué con la mirada por todos los rincones. Ya no estaba, aprovechó el momento de mi ida al dormitorio  para irse, seguro pensó que sería más dura la despedida. Sé que  estaría llorando todo el trayecto de vuelta.
Sólo nos permitían escribir una vez a la semana, por el contrario, podímos recibir correo a diario.
Al día siguiente de la llegada, nos reunieron a las niñas nuevas y  las que se quedaban allí e vacaciones, y nos llevaron a la playa. Bueno, más que playa, era  una cala, con rocas y sin un grano de arena, sería la primera vez que veía el mar, pero no me llamó la atención. Es como si hubiese vivido junto a él toda mi vida. Desde entonces, fui amándolo, admirando su grandeza, imaginando la vida que guarda en él. Fue el único día que pisamos la playa. Sería tal vez,  para quitarnos la pena de la marcha de las madres. He de reconocer, que siempre fui bien tratada. Me indicaron cuál era mi dormitorio, pues a veces me perdía por tan grande edificio, noventa camas tenía el dormitorio, aunque ese no fue el mío definitivo. Ahí estaríamos todas las que se quedaron sin poder ir de vacaciones, y las que fuimos llegando hasta comenzar el curso. Mientras tanto, hubo que marcar la ropa, me correspondió el n º 143, todo mis objetos personales tenía marcado este numero, si se perdía, algo se buscaba por él.
Comenzó el curso. He de confesar que era de las más atrasadas. Tenía como tutora una monja maravillosa, Sor Amparo, más que como tutora, se comportaba como una hermana mayor, nos ayudaba y aconsejaba, avisando de las reprimendas que nos podían echar si hacíamos esto o lo otro. Recuerdo también, a Sor Emilia, nos enseñaba corte y confección, y Sor Iborra, nos indicaba cómo bordar, no tenía tanta paciencia, pero enseñaba como los ángeles.
Los días y los meses iban pasando hasta llegar el día de las vacaciones. Íbamos nerviosas a por las maletas, porque faltaban dos días para la vuelta a casa. De nuevo ver a nuestras familias, mis hermanos, mi madre, mi perro, mis conejos y cobayas. Llegó el momento del último tachón en el calendario. Ese día nos levantamos nerviosas, bajamos a la capilla y rezamos el rosario. Seguidamente, fuimos a desayunar. Era difícil controlarnos, éramos quinientas niñas que estaban deseando coger las maletas, ver a nuestras madres, y alejarnos en el tren que nos llevaba de regreso a casa por un corto espacio de tiempo.
El abrazo a mi madre fue enorme. Creo que nunca la he abrazado así, me dijo:
-¿Estás preparada? ¿Te despediste de las monjas?
-¡Si mama, vámonos ya…!
Cogimos el equipaje, llegamos a la estación y nos montamos en el tren. Lo primero que hice fue visualizar el maletero, ¡esa iba a ser mi cama!, coloqué las maletas, y me dispuse a dormir hasta la estación del próximo trasbordo.
Los revisores tenían debilidad por nosotras, y nos consentían como si los trenes fueran de nuestra propiedad, eso sí, nos comportábamos con educación, eran muchas horas de camino, y tanto nuestras madres como nosotras llegábamos a casa agotadas.
De nuevo en el pueblo, me reía para mis adentros, porque claro, el acento se pega, se notaba que las monjas me refinaron un poquito. Pero ni el refinamiento hizo que me peleara con mi madre. Nada más pisar la casa, vÍ que mis mascotas habían desaparecido, menos mal que  mi perro estaba allí esperándome. Encontré la muñeca que mi padre me regaló con las manos rotas, las piernas remendadas, y la cara toda pintada. Mi hermanita se divirtió a mi costa. Esa muñeca era parte del cariño que sentía por mi padre, era su recuerdo, era las lágrimas derramadas por su partida. Me sentí traicionada, mi madre no tenía derecho a darle mi muñeca a mi hermana, esa muñeca no. Me sentí tan sola en mi casa, como en el colegio, ya no me sentía en mi hogar. Cuando me enfadé con mi madre, mi hermano el pequeño, trece años mayor que yo, me encerró en la habitación, dejándome en la oscuridad absoluta, sabiendo que me aterraba ésta, pero le dio igual, ahora él era el hombre de la casa. Mal empezamos, si no estaba mi padre en casa, prefería estar en el colegio, porque ya ni los viajes en tren era lo mismo de divertidos, eran melancólicos por la falta de su presencia.
Pienso a veces que la muerte de mi padre marcó mi vida de tristeza. Siempre di imagen de niña extrovertida, cuando he sido todo lo contrario, no supe integrarme totalmente. Mi compañía eran dos amigas, un lápiz y una libreta para escribir poesías, o bien lo transcurrido allí dentro. Desde entonces, no he parado de escribir, nunca lo hice como profesional, pero el vaciar mi mente de cosas no deseadas, me ha ahorrado de una gran factura en psicólogos.
La mayor parte de mi vida, la pasé entre raíles de trenes y vagones, unas veces más modernos que otros. Si ahora jugaran los niños a lo que nosotros en aquel tiempo, tendrían mas de una denuncia los padres por descuido. Pero entonces era lo más sano, estábamos tirados en el campo todo el día, jugábamos en aquellos vagones porque estaban en stop, nos íbamos a la montaña a coger espárragos, y nunca pasaba nada… ¡Cómo añoro aquel tiempo!, que a mi parecer, sin tener nada, era mucho mejor que el presente. El cariño de los nuestros, los espacios compartidos y la vida mas tranquila.
Después de cinco años en el colegio, el último, recibí una banda azul y me dieron una beca de quinientas pesetas. Salí un año antes, porque mi madre vio el sueldo que ganaba trabajando en verano, era una oportunidad de ingresos para la casa. Mi hermana entró al  CHF de Torremolinos ya hacía algún tiempo, por ello, mi madre se trasladó hasta donde estaba mi hermana. Según mi madre, era demasiado pequeña  para estar sola. Empezó a trabajar en el ofis de un hotel, y cuando salía, tomaba el autobús y se iba a ver a mi hermana, entre el muro del colegio sin que ella la viera cuando estaba en el recreo.
 Mi madre  me decía: “No te enfades nena, tú eres como el agua siempre te abres paso por ti misma, ella es más débil, tengo que cuidarla”.
     Pobre madre, que poco la disfrutó, pues murió con veintiún años. La alegría de mi madre se fue con mi hermana.
No sé porqué, la vida de las personas se va gastando, mientras van desapareciendo sus seres queridos. Volví a aquella barrida, desde donde partí al colegio. Estaba el depósito de las máquinas cerrado, las vías carecían de vagones en stop, la fuente ya no existía, la mitad de las casas  derruidas, el campo ya no daba amapolas ni trigo, pero lo que no cambió, eran aquellos raíles, donde cada día veíamos cómo el guardabarrera daba paso  a los  trenes. Eché una mirada a todo, imaginándome el ayer, por mucho que tuviera ahora, lo cambiaria todo por aquellos años maravillosos, junto a aquel ferroviario y “sus trenes”, llamado Guillermo Amador García…Mi padre… Al que dedico mis recuerdos

sábado, 17 de noviembre de 2012

ADOLESCENTES

             
   





















 En un dia cuarquiera
de la semana pasada
empujabas tu bicicleta
con la cabeza gacha
yo te seguía los pasos,
apenas, sin decir nada
buscábamos algún sitio
oscuro, escondido,
donde algún pequeño arroyo
nos hablara con su ruido.
sentados en su orilla,
mirando bien el paisaje,
y el cantar de los pájaros
que nos trajera el aire.
las palabras seguían mudas,
la cortedad se mascaba,
dejando pasar las horas,
la noche llegaba, la luna salía
y con un beso tuyo
comenzó la magia.
llegó el momento,
llegó la etapa,
donde con tu mano
mis pechos tocabas. 
Te echaste sobre mi,
nos hicimos invisibles
perdimos la inocencia,
la vergüenza ya no estaba,
y en aquel baile de novatos,
con torpeza en movimiento
dejaste en mí  tu esencia.
todo hubo terminado,
y con tu beso en la frente,
volvimos sobre nuestros pasos.

Chely
 


miércoles, 24 de octubre de 2012

TRANSPARENCIAS





















La lluvia caía sobre nuestros cuerpos  
empapando mi camisa blanca,
dejando la mente abierta
a la transparencia clara,
nuestras  miradas fueron  cómplices
de tus manos en mis nalgas,
que abrías dulcemente  a la lluvia
mientras me ibas mojando y no solo por el agua.
La necesidad... el ansia...
la lluvia caía mas aprisa,
las nubes fuerte tronaban,
el clímax llego en el momento
donde la lluvia escampa.

Chely









viernes, 8 de junio de 2012

YA ME CANSE!!




Como un rápido de aguas  pasantes por mi vida  arrasando todo sentimiento,
asesinando unos besos dado con dulzura,
enfriando  caricias templadas, ardientes, dejándolas en coma.
Señalado en mi piel el paso de tus manos
Dejando moratones en mi rostro, en mi alma.
Hoy ya me canse de esperar un buen trato de tu parte hacia mi persona,
salí, salí para sentirme fuerte,
para aprender afrontar la desdicha  de un maltratador,
necesito aprender como se ama de nuevo,
e intentar   insertar  palabras nuevas a mi vocabulario ,
se me olvido  tener  conversación fluida,
ya no quiero llorar más,
abriré mis brazos para recibir  caricias,  besos.
Hoy al levantarme, di un taconazo en el suelo y dije al verme en el espejo
aquí estoy yo, voy a comerme el mundo, no dejare que nadie más me maltrate,
Basta  ya de  SILENCIO !!

Chely  8 / 6 2012
   

domingo, 13 de mayo de 2012

EL BESO













Sola en la mesa del bar,
tú estabas al otro extremo,
en una mirada mía tu me lanzaste aquel beso...
La mano  desde la boca bajaba muy suavemente acariciándote el sexo,
sentí un calor en mi cuerpo
y que mis piernas se abrían, como ofreciéndote juego…
¿Qué es lo que me sucedido?
así desperté diciendo,
cuando te miré en la cama yo me acorde, de aquel beso

 Chely